Blog que repasa la actualidad taurina de Almería, Andalucia y España. La opinión crítica e independiente sobre el mundo de los toros. Por Alberto Gutiérrez.

4 de octubre de 2008

La histórica tarde de César Montoya

A continuación, adjunto un relato que escribí hace unos años y que acabo de rescatar. Recibí el primer premio del Foro 3 taurinos 3 de Almería, dentro del certamen literario Fernando Cano Gea.

La histórica tarde de César Montoya

La histórica tarde de César MontoyaCésar Montoya hablaba de toros despacio, almidonando las palabras, engarzando los verbos precisos para que la faena no desentonara, para que no aparecieran enganchones y la riqueza del lenguaje produjera una admiración instantánea. “En los toros hay que medir hasta los silencios”, solía decir mientras sacaba el fundón de las anécdotas que él mismo había vivido en su época de matador de toros. César Montoya fue un hombre de corto recorrido como torero, pero de largo alcance como contador de historias. Lo cierto es que siempre adoleció de miedo –él lo llamaba respeto- cada vez que se ponía delante de una fiera, y en pocas ocasiones se enfrentó con certeza a los pitones de un animal, salvo que así lo dictara el decoro y la vergüenza torera, valores que a él le provocaban alergia.En un momento de su vida, sólo uno, César Montoya hubo de emplear el amor propio y dejar a un lado los engaños de la cobardía. Fue en la plaza de Las Ventas, un día lluvioso de San Isidro protagonizado por la áspera actitud del público, convertido en juez inquisitorio de las secuelas de su inoperancia. Le dieron recuerdos para su parentela -el público era tan cariñoso-, tras la lidia de su primer enemigo, al que sorteó mediante una destemplada serie de redondos, unos pases de macheteo y media estocada caída. Le cayó un diluvio de pitos que, unidos a la lluvia vespertina, colorearon de gris una tarde que no reposaría en los anales de la historia taurómaca si no se producía un milagro de última hora.El milagro, cosas del destino, llegó. Fue en el quinto ejemplar del festejo, después de un fabuloso tercio de varas de su picador, Diego Márquez “El Viruta”, quien citó de lejos al animal y picó arriba mientras el bicho empujaba con férrea voluntad y desaforado entusiasmo. César salió al quite, se dirigió a los medios y dibujó tres verónicas y una media que la afición ovacionó como si hubiera resucitado el mismísimo Curro Puya. “Se me saltó alguna lágrima, he de reconocerlo, al escuchar los imponentes olés de Madrid”, decía emocionado a la concurrencia.Luego, su cuadrilla puso banderillas al cuarteo y en ellas brilló la maestría de Paco Carmona y el oficio en la brega de Luis Antúnez. Y sonaron clarines y timbales. “El último tercio más importante de mi vida, la moneda a cara o cruz que redimiría mis penas en la sombra, sumergido en el agujero negro de la marginación, se interponía en mi camino después de varios lustros luchando contra lo que yo consideraba una injusticia”, clamaba el matador, que pespunteaba su enfado con palabras malsonantes.“Comencé la faena de muleta con decisión y una preclara idea de lo que iba a realizar; sin embargo, hubo algo extraordinario que sucedió en el trasteo y que aún escapa a mi mente. Me abandoné. Me apasioné tanto que no sentí ninguna parte del cuerpo. Tomé la muleta con la mano izquierda y la plaza rugió al primer natural y al segundo, y al tercero y al cuarto…”, rememoraba César dando muletazos con una servilleta de tergal. “Tenía el mentón hundido en el pecho, las piernas apelmazadas en la arena y el animal embistiendo con su pavorosa cornamenta alrededor de mi barriga. Les digo que no sentí nada, que sólo notaba el cuerpo erizado y la mente expandiéndose como un sueño, como si aquello no perteneciera a una realidad hoy descrita con palabras que no son ni la mitad de ciertas de lo que allí sucedió. Los naturales eran ligados, armónicos y de tanta belleza que la afición entera unió sus voces en un solo olé que penetró en mi corazón ya debilitado por el clamor y los aplausos. Aún no entiendo cómo podía seguir toreando, no sé qué fuerza impulsaba mis brazos, mis piernas y mi alma desfondada”“Después de la apoteosis”, continuó el viejo torero, “cuando tenía todo de cara, cuando el triunfo se postulaba en mi puerta con premura, vinieron los fallos con el estoque de matar. Perdí las orejas, el éxito y la gloria. Lo perdí absolutamente todo y mi vida se vació por el sumidero de esa maldita espada”. César comenzó a llorar y las personas allí presentes aplaudieron con fervor, pagaron la cuenta de sus consumiciones y se marcharon del local para zambullirse en el fragor de la ciudad de cemento y acero, ajena a lo que sucedía en ese tugurio de madera, añejo y descabalado, como una isla perdida en medio del asfalto.Al rato, entró otro grupo de gente que escuchó la misma historia de César Montoya y también aplaudió con devoción. Así pasaron manadas y manadas de hombres, mujeres, padres y madres de familia ávidos de escuchar al torero, un tótem extinguido que en aquellos años del siglo XXII apenas era un vago recuerdo de la Historia.En esta época, César contaba ciento diez años y tenía la voz ronca a causa del güisqui y el tabaco. Pero ese hilo de voz aguardentosa aún filtraba palabras reveladoras, misteriosas para los profanos. El misterio tenía que ver con su vida y sus altibajos, con la aureola del vencedor vencido, del triunfador derrotado. Ahí residía la magia de su procelosa existencia. Hasta aquellos días en el bar “El Arrastre”, que así se llamaba el local, César fue un tipo triste que deambulaba por las calles como un mendigo, pero como un mendigo que jamás se arrugó ante nada, que andaba con rectitud y conservaba la elegancia de los matadores de toros.Un día, entró en este sitio ajado por los años y se tomó un güisqui con soda, “como los de antes”, pidió sin mucha confianza. Le gustó el bar. Se sintió extrañamente a gusto. Por eso, empezó a hablar de toros. Habló de Joselito “El Gallo”, de Manolete, de Antonio Ordóñez, de José Tomás. Nadie le comprendía, pero unos y otros coincidieron en el silencio, en la admiración y en una pasión desconocida. César Montoya los hipnotizó. Se había obrado la música callada del toreo que Bergamín cantó a Rafael de Paula. Desde ese momento, fue invitado a diario y los asistentes se multiplicaron porque algo enigmático había golpeado sus corazones.César aglutinó a decenas, a cientos de personas día tras día, noche tras noche, pues él era el único torero que quedaba sobre la faz de la tierra y, por tanto, el testimonio vivo de un espectáculo prohibido más de ochenta años atrás. Sus compañeros no tuvieron largas vidas, pues pagaron las cornadas de la juventud en la vejez. Él, en cambio, nunca recibió ni siquiera un leve puntazo, y fue un afortunado. Pero en su fuero interno siempre quiso recibir una cornada en la femoral para sentirse un héroe. ¡Cuánto le dolió no haber sido presa de un morlaco!A César Montoya, la gente quería conocerle e imaginar, con sus recuerdos y anécdotas, un olé de la plaza de Las Ventas, aquella catedral de la tauromaquia borrada del mapa. Sólo los archivos fotográficos recordaban el coso madrileño como escenario del arte más audaz, único e inolvidable de una parte de la historia de España. Claro que las fotos escaseaban, entre el escombro del olvido y la creencia de que debían ser desterradas de la memoria colectiva. No se volvió a saber de los toros, que desaparecieron poco a poco de las dehesas y fueron reducidos a embriones congelados en laboratorios. Desde los animales hasta los toreros, quienes iban muriendo por ley natural, todo se esfumó en cuatro o cinco décadas. Ya no quedaba nada, salvo César Montoya, un hombre que no fue nadie en la fiesta y a quien una faena sin trofeos en Madrid le sirvió para narrar la magia de la tauromaquia a las generaciones venideras.En la puerta de “El Arrastre” se agolpaba una muchedumbre silenciosa y expectante mientras un vendedor ambulante le impelía a comprar una pastilla para la emoción, pese a que en la marquesina de la entrada figuraba la leyenda “Sin pastillas”. Este cartel aparecía en los bares más asépticos y también más aburridos de las ciudades. Las pastillas de las emociones eran habituales en aquella sociedad desapasionada, fría y necesitada de sensaciones. Había para todos los gustos, desde las que generaban un aluvión de endorfinas, como sustitutas de la risa, hasta unas que desprendían la misma adrenalina que un siglo atrás producía un salto en paracaídas. También se vendían píldoras para sentir el suspense, como en las viejas películas de terror, o unas para revivir el romanticismo de una antigua película de Meg Ryan, puesto que el amor también fue suprimido. El progreso prescindió de atávicas emociones. Así era la sociedad del siglo XXII.Por eso, “El Arrastre” representaba una excepción y como tal era observada con extrañeza por los ciudadanos. Allí, se ofrecía algo más poderoso que esos aditamentos del espíritu, y su carácter de insularidad acercaba a multitud de curiosos, que buscaban, de algún modo, sus orígenes. “Sentirán emociones antiguas”, aseguraban los porteros, “ya lo comprobarán ustedes mismos, y si nos equivocamos les devolveremos su dinero”. Nunca nadie exigió un céntimo. La historia de César Montoya, los olés de Las Ventas y la magia de la tauromaquia fueron contados a través de la palabra, y eso era suficiente para un público que hubiera soñado con ver al diestro aquella tarde lluviosa en los tendidos de Madrid. El provecto matador no consiguió ver hecho realidad su verdadero sueño: la utopía de volver a contemplar una corrida de toros. Pero las personas que le escucharon hasta la hora de su muerte supieron que se habían perdido algo grande. Jamás volvieron a probar aquellas pastillas de la emoción porque no las necesitaban. El relato de la faena de César Montoya se propagó por todos los rincones del país, la gente hablaba de toros en la oficina, en los restaurantes, en los hospitales y, sin haber visto jamás un pase de pecho de Julio Robles o un trincherazo de Curro Romero, renació el toreo de salón. En las calles y parques se podían ver con frecuencia a personas que espontáneamente ensayaban naturales con la cintura quebrada, lanceando chicuelinas al aire y rematando pases de la firma con la misma pinturería de un torero del siglo XXI llamado Morante de la Puebla.El enigma de los toros se había perpetuado en el tiempo. La tauromaquia seguía viva gracias a César Montoya y en gran parte a que, como afirmó Antonio Gala más de cien años antes, los españoles llevamos el toreo en la masa de la sangre. De aquí a la eternidad.

Alberto Gutiérrez Delgado

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