Aún con un retraso de cuatro días, debo decir que en Jerez, el sábado, Morante bordó el toreo y que los aficionados tocaron palmas por bulerías y que no había Dios en la plaza que no se levantara del asiento para gritar ¡olé! después de unas verónicas tan escandalosamente lentas que los olés tardaron una eternidad en viajar desde el estómago hasta la boca. Porque, en efecto, los olés que provoca el toreo de cante jondo de Morante no son olés cualquiera: fluyen lentos, necesariamente lentos al tiempo que vamos procesando las manos bajas, el mentón hundido, la capa acariciando el hocico del animal y el inmediato estallido de la magia frente a nuestros ojos.
Con la muleta produjo similar delirio en las primeras series con la derecha, de nuevo bajando la mano, con los riñones sujetando toda una tauromaquia que bebe en las fuentes del arte de los más grandes. La esencia de Paula, de Romero... la tiene guardada Morante y eso le convierte en un torero de figura agigantada y legendaria. Al natural, algunos pases buenos, pero el pitón del toro no era ése. Daba exactamente igual.
En nuestra retina quedaron momentos de suprema belleza con la capa y con la muleta. Los aficionados deberíamos donar a la ciencia nuestras retinas, que tan buenas faenas han visto. Así, los receptores seguirían disfrutando y disfrutando...
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