Quienes amamos profundamente la fiesta de los toros nos vemos abocados en demasiadas ocasiones a abominar la estructura del espectáculo, gobernado por mediocres. Expresamos nuestra disconformidad, denunciamos el fraude y la vulgaridad, y corremos el peligro de que los propios aficionados nos distingan como antitaurinos. Tenemos que hacer equilibrismos para que esto no suceda, es decir, para que quienes nos lean, oigan o vean no saquen la conclusión de que queremos acabar con la fiesta. Lo que queremos es arreglarla. Es una delgada línea que muchas veces puede parecer rota.

A Terchst le ha ocurrido lo mismo. El periodista, con quien no comparto muchas de sus opiniones, está recibiendo una salmodia de palos muy grande. La campaña orquestada en su contra está traspasando todos los límites. Y lo peor de todo, da la sensación de que, al igual que Berlusconi, se lo merecía. ¿En qué mundo vivimos?
A veces pienso que el ser humano es bueno por naturaleza y que de pequeños entendimos lo del bien y el mal para, ya de adultos, comportarnos con arreglo a unos valores nobles y bondadosos. Debo estar equivocado. Son múltiples los síntomas que nos dictan que somos cainitas, viscerales, inmisericordes y traicioneros. Cuando veo que hay gente que apoya a los terroristas no termino de comprenderlo, no me cabe en la cabeza. Pero ahora lo entiendo. Muchos de los que critican a quienes apoyan a los terroristas son los que ahora están contentos y felices por el hecho de que a estas dos personas les hayan golpeado miserablemente. Dicen con la boca chica que desean sus recuperaciones, pero al mismo tiempo están alimentando la bestia diciendo que los agredidos son esto y aquello. Su voracidad no descansa.
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