Este artículo se ha publicado hoy en La Voz de Almería:
"Los toros y la razón"
El hastío que me produce el debate toros sí, toros no, es proporcional al aburrimiento que me consume cuando voy a las plazas y veo lidiar un animal aborregado y sin casta a causa de la voracidad de unos taurinos que están asfixiando la fiesta.
Pero no quiero fijar la diana en los antitaurinos –Dios los guarde muchos años- ni en quien urde el fraude en los cosos, puesto que habrá lectores que interpreten que la mentira forma parte de este espectáculo. No siempre es así, ni mucho menos. Cuando el milagro acontece, cuando los astros coinciden y el arte brota con toda su fuerza, la fiesta taurina se convierte en un emocionante y bello alarde de valor y pureza, suficiente para acreditar que en el mundo no hay nada remotamente parecido.
Estos días encontramos distintas opiniones sobre la posible prohibición de la lidia en Cataluña. Entre ellas, vemos que hay quien sostiene que, en efecto, es un arte sublime, pero que no se sostiene bajo un fundamento racional. Es decir, que no se puede defender desde la razón o el raciocinio.
Por supuesto, le doy la razón –y nunca mejor dicho- a quien, como Ramón Pérez de Ayala y otros intelectuales, han venido empleando este argumento, pues si uno lo piensa bien la fiesta de los toros no tiene justificación racional. Dicho lo cual, ¿por qué nos empeñamos en que absolutamente todo tenga que estar regido por la inteligencia, en perjuicio de las emociones?
En este punto, yo me pregunto: ¿acaso tiene sentido que un alpinista ponga en riesgo su vida y la de sus acompañantes por alcanzar la cumbre de una montaña de ocho mil metros de altura en donde les aguarda un frío sideral y muy poco más?, ¿cómo se pudo permitir que hombres como Shackleton profundizara en los gélidos témpanos del polo sur para lograr una proeza en principio absurda?, ¿qué llevó a insignes marinos como Cristóbal Colón y Magallanes a surcar el infinito de los mares con la incertidumbre de no saber si volverían sanos y salvos a casa?
El ser humano se diferencia de los animales en su inteligencia y aún más en sus emociones. Y la emoción reside, en muchas ocasiones, en lograr aquello que consideramos inalcanzable o sobrehumano. Pasarse por la barriga un toro de quinientos kilos y hacerlo con formidable elegancia mientras veinte mil personas te dicen ¡olé! es una de esas situaciones en donde la adrenalina, endorfinas, etc., te convierten en el tipo más afortunado de la Tierra. Todos los aficionados hemos soñado con eso. Muchos científicos, escritores, empresarios… anteponen salir a hombros por la Puerta Grande de Las Ventas a todas sus hazañas profesionales.
La comparación entre los toros y Shackleton, Colón o Magallanes viene más al caso de lo que parece, porque entramos en el terreno de lo puramente irracional y pasional. Los hombres de Shackleton viajaron con el explorador inglés en busca de “gloria”, como ponía en el anuncio que el aventurero publicó en prensa. Aquellos tipos soñaban con algo tan poco inteligible como pasar a la historia, aún a riesgo de perder la vida congelados en el desierto polar. Los marineros que habitaron las Tres Carabelas marcharon a las Indias absorbidos por la idea de un lunático que aseguraba que en mitad del océano no se precipitarían con los barcos al abismo. Y unos y otros, en el siglo XV y a principios del XX, tuvieron sus momentos de lucidez, cuando los motines amenazaron con suspender los viajes y, por tanto, acabar con los sueños. La Historia, sin duda, sería muy distinta si las rebeliones hubiesen cuajado en aquellas naves y en otros tantos lugares.
No entro en que a estas emociones se llega a costa del sufrimiento de un animal –daría para escribir otro artículo-. Lo que trato de distinguir es el hecho ineluctable de que una persona expone su vida en aras de la creación de un arte eterno que permanecerá en la retina de miles de afortunados que pudieron ver una faena preñada de naturales hasta el final de la cadera. Ahí reside la grandeza de una manifestación artística que hoy trata de cercenarse desde algunos ámbitos.
Los políticos catalanes, en fin, podrán prohibir los toros y, con ello, un reducto de gloria al que tienen acceso unos privilegiados, los toreros, y un caudal de emociones al que se agarran unos afortunados, los aficionados. Perder esto será perder algo de la naturaleza humana, la que sueña con lograr proezas que otros no pueden o no son capaces de conseguir. Y a mí esto me parece que es quitarnos el alma a base de leyes y decretazos. Un día prohibirán el ascenso al Everest, al que subiremos a través de un video juego o con realidad virtual. Y a ello le llamarán la sociedad del progreso.
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