José Tomás se cobró el otro día tres cornadas en la Plaza de Las Ventas de Madrid y la afición soberana le concedió tres orejas después de una tarde presidida por el miedo de la gente y el valor desatado de un hombre que, a la luz de los hechos, pretende mostrarnos a topacarnero, con placer y patetismo, el agua fuerte de la tragedia. Y yo creo que es pronto para la tragedia.
Al diestro de Galapagar le debemos tardes antológicas, faenas inenarrables y una tauromaquia luminosa, cuajada de pureza y de verdad. Eso ocurría en los años 97, 98 y 99, que yo lo vi. Desde entonces, su toreo decayó, perdió fuerza y clarividencia, a pesar de que, en ocasiones, emergía la grandeza del natural eterno, contundente y carente del grito desgarrado de la cornada, que en este último año forma parte de su repertorio: de ahí surgiría el morbo de muchos públicos, ávidos de sangre y de mitos. José Tomás es, pues, el mito que encarna a Manolete, a Paquirri, también a Joselito “el Gallo”. Lucía Bosé dijo una vez, con no poca crueldad, tras una cogida de su entonces marido, Luís Miguel Dominguín: “Yo creía que me había casado con un torero en vez de con un novillero de Vistalegre”. El toreo se sustenta en el valor, mas no en la temeridad, en el filo de lo imposible, en salir a tumba abierta, como se dice de modo truculento cuando un matador se dispone a matar o a morir. Creo en el valor que guarda tras de sí el andamiaje de una tauromaquia profunda y preñada de arte; creo en el valor sereno, inteligente y apoyado en la técnica, en definitiva.
Hace tres años me lo decía Marcos, un amigo de Puerto Lumbreras. Marcos tenía veinte primaveras e iba en silla de ruedas por culpa de un accidente que tuvo de pequeño. “José Tomás despliega un toreo oscuro, trágico. Es un torero de ay y no de olé”, me dijo. No le di la razón, pues yo recordaba al Tomás de finales de los noventa. Hoy, sin embargo, se la doy por completo, aunque Marcos, desgraciadamente, ya no está con nosotros. Era uno de los mejores aficionados que he conocido en mi vida.
Dicen que el mito de José Tomás se ha multiplicado por ese silencio monacal que cultiva con delectación. No concede entrevistas. Sólo habla con el capote y la muleta. En realidad, como persona tiene poco que decir, dicho sea con todos los respetos. Es tímido, apocado y carece de la viveza de las regias figuras que eran toreros dentro y fuera de la plaza. Cuando lo conocí, por momentos dudé que fuera el mismo que aquella primera temporada entusiasmó a los públicos más exigentes. No parecía torero, ciertamente.
Pero José Tomás me importa poco como persona y mucho como torero. En su primera tarde en Madrid, el otro día, pese a las críticas apasionadas y entusiastas, no estuvo para cuatro orejas. Ni siquiera para dos. Me lo confirman amigos que estuvieron allí, así como las propias imágenes que descubren las argucias ventajistas del espada (fuera de cacho, pico, muleta atrás, pierna retrasada). No voy a seguirle por las plazas, salvo que vuelva a ser el diestro mágico y sublime que paró los relojes de los cosos durante aquel inolvidable trienio. Es pronto para la tragedia y a mí, como al recordado Marcos, me gusta más el toreo de olé que el de ay.
Al diestro de Galapagar le debemos tardes antológicas, faenas inenarrables y una tauromaquia luminosa, cuajada de pureza y de verdad. Eso ocurría en los años 97, 98 y 99, que yo lo vi. Desde entonces, su toreo decayó, perdió fuerza y clarividencia, a pesar de que, en ocasiones, emergía la grandeza del natural eterno, contundente y carente del grito desgarrado de la cornada, que en este último año forma parte de su repertorio: de ahí surgiría el morbo de muchos públicos, ávidos de sangre y de mitos. José Tomás es, pues, el mito que encarna a Manolete, a Paquirri, también a Joselito “el Gallo”. Lucía Bosé dijo una vez, con no poca crueldad, tras una cogida de su entonces marido, Luís Miguel Dominguín: “Yo creía que me había casado con un torero en vez de con un novillero de Vistalegre”. El toreo se sustenta en el valor, mas no en la temeridad, en el filo de lo imposible, en salir a tumba abierta, como se dice de modo truculento cuando un matador se dispone a matar o a morir. Creo en el valor que guarda tras de sí el andamiaje de una tauromaquia profunda y preñada de arte; creo en el valor sereno, inteligente y apoyado en la técnica, en definitiva.
Hace tres años me lo decía Marcos, un amigo de Puerto Lumbreras. Marcos tenía veinte primaveras e iba en silla de ruedas por culpa de un accidente que tuvo de pequeño. “José Tomás despliega un toreo oscuro, trágico. Es un torero de ay y no de olé”, me dijo. No le di la razón, pues yo recordaba al Tomás de finales de los noventa. Hoy, sin embargo, se la doy por completo, aunque Marcos, desgraciadamente, ya no está con nosotros. Era uno de los mejores aficionados que he conocido en mi vida.
Dicen que el mito de José Tomás se ha multiplicado por ese silencio monacal que cultiva con delectación. No concede entrevistas. Sólo habla con el capote y la muleta. En realidad, como persona tiene poco que decir, dicho sea con todos los respetos. Es tímido, apocado y carece de la viveza de las regias figuras que eran toreros dentro y fuera de la plaza. Cuando lo conocí, por momentos dudé que fuera el mismo que aquella primera temporada entusiasmó a los públicos más exigentes. No parecía torero, ciertamente.
Pero José Tomás me importa poco como persona y mucho como torero. En su primera tarde en Madrid, el otro día, pese a las críticas apasionadas y entusiastas, no estuvo para cuatro orejas. Ni siquiera para dos. Me lo confirman amigos que estuvieron allí, así como las propias imágenes que descubren las argucias ventajistas del espada (fuera de cacho, pico, muleta atrás, pierna retrasada). No voy a seguirle por las plazas, salvo que vuelva a ser el diestro mágico y sublime que paró los relojes de los cosos durante aquel inolvidable trienio. Es pronto para la tragedia y a mí, como al recordado Marcos, me gusta más el toreo de olé que el de ay.
1 comentario:
Estupendo comentario, que en parte estoy de acuerdo contigo. saludos
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